PROCESIONES DE SEMANA SANTA



Verdades entrañables o entrañadas

La razón admitió con Kant que sólo podemos entender con exactitud objetiva lo que construimos. Algunos se han apresurado a deducir de esto -no desde luego el propio Kant- que debemos destruir u olvidar lo que no construimos objetivamente, por ejemplo, lo que el pueblo construye a lo largo de generaciones...

Kant estuvo muy impresionado por la ciencia de Newton. A principios del siglo pasado se creía que la ciencia salvaría al hombre y se desconfiaba de todos los demás saberes, pero hoy sabemos que no es del todo irracional cuanto la razón tecno-científica desestima y que la tecnología puede usarse insensatamente.

Al lado de la razón científica, constructiva y dominadora, existe una razón contemplativa y entrañable, una verdad de las entrañas. El hombre es ante todo entraña, antes que ordenador de la naturaleza o consumidor de fruslerías. Entre nosotros, la razón unilateral, el estrechamiento hedonista y economicista de la razón, no ha podido -gracias a Dios- desterrar las procesiones, ni desterrarnos a nosotros de nuestras tradiciones más queridas.

Las procesiones religiosas[1] no son ni un vestigio arqueológico, ni una curiosidad folclórica... Son algo tremendamente fuerte, poderoso y vivo. "No hay pueblo sin fiesta, ni fiesta sin procesión, ni procesión sin autoridad”. Las procesiones pueden, desde luego, ser explicadas en el plano metodológico en que lo hace la ciencia, por los saberes del hombre, pero las procesiones también pueden y deben ser comprendidas en el sentido de una aprehensión –a otro nivel distinto del científico- de nuestra pertenencia al conjunto de lo que es.

La filosofía (igual que la ciencia) debe ser capaz de compatibilizar el análisis y la explicación histórica, sociológica, antropológica, psicológica... de las causas, con la comprensión de los signos, de los símbolos, de las intenciones, del relato: esperanzas, miedos, creencias, conceptos, ideales, implícitos y explícitos en estos fenómenos religiosos entrañablemente humanos; la filosofía debe incluso proponerse dar cuenta de cómo la explicación y la comprensión se necesitan y complementan. Este ensayo busca aportar algo en este sentido.

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1. Antropología de las procesiones

Cortejo solemne

¿En qué consiste una procesión?, ¿qué representa desde un punto de vista social, antropológico?

El término “procesión” está documentado en nuestra lengua desde el siglo XIII y procede del latín processio: ‘acción de adelantarse’’. El historiador romano Julio Capitolino (s. IV) ya usaba la palabra “processio” en el sentido de salida solemne de un cortejo que avanza.

Una procesión es, ante todo, una experiencia ritual, o sea, una costumbre con una estructura ceremonial precisa y consagrada por la tradición.

No queremos trazar aquí una descripción de lo que nuestras procesiones muestran, recuerdan o figuran, en sus significados más aparentes y emotivos, religiosos, sino que pretendemos proporcionar más bien una aproximación, antropológica y filosófica, dentro de los límites de la razón, si bien en sus confines, a su semántica más profunda, mostrando así sus valores más universalizables.

Nos referiremos por ello a la liturgia de las procesiones, entendiendo “liturgia” en su sentido más propio y extensivo de ‘función pública, servicio público’, anterior a este otro más restrictivo de ‘servicio del culto’. Es evidente que las procesiones satisfacen unas necesidades más amplias y generales que las de servir al culto religioso, no de otro modo se puede explicar su pervivencia, e incluso su éxito y enriquecimiento en las modernas sociedades secularizadas.

El discurso implícito que una procesión despliega no es una nítida definición destinada a comunicar información, sino que se acerca más, como todo ritual, a la compleja oscuridad de la obra de arte, destinada a proporcionar una experiencia vital. Sólo quienes participan de hecho en una procesión conocen el valor y relevancia de la experiencia que provoca, por inefable que sea.

Los ritos procesionales son uno de los recursos que el grupo humano posee para hacer realidad su ficción colectiva y expresar el lazo social que lo identifica real y colectivamente. Los actores que participan en una procesión comparten la historia y el contexto al que en última instancia el rito se refiere y en el que se llena de significado. La transformación de las procesiones, el cambio en la importancia de unas y otras, o el surgimiento de nuevos ritos procesionales bajo el modelo de los tradicionales, son fruto de un esfuerzo imaginativo y colectivo por traducir recíprocamente el pasado y el presente en busca de una representación que los identifique[2].



Arte y hermanamiento en un espíritu colectivo. Su valor biológico.

A juicio de Emile Durkheim, si las creencias religiosas de cualquier sociedad “tienen un aspecto tan desconcertante para las razones individuales se debe sencillamente a que la representación que ofrecen no es obra de dichas razones, sino del espíritu colectivo (…) La sociedad tiene su manera de ser que le es propia, y por consiguiente su manera de pensar.Tiene sus pasiones, sus costumbres, sus necesidades, que no son las de los particulares y que imprimen su huella en cuanto concibe”[3].

La ceremonias públicas tienen la función de hermanar a los miembros de una familia, una tribu, una ciudad. Esta es una importante función sociológica. Las relaciones del grupo están amenazadas por la discordia, y ese peligro es mayor en tiempos de calamidades y carestías, cuando sus apetitos están insatisfechos y sus deseos sexuales listos para encenderse. La participación del grupo, aun en festejos seculares, que permiten compartir mesa, mantel y pan, sobre todo en épocas de abundancia, resulta benéfica pues estrecha lazos sociales. En tales ambientes de benevolencia y concordia no es improbable que se den también momentos ocasionales de libertinaje y relajación de las costumbres, excesos en el comer, beber o en el sexo.

Si estas festividades son religiosas, el culto a los antepasados puede unir emotivamente a una hermandad de adoradores. Entre la religión y la magia, los espíritus tutelares son adorados en público por un grupo local, una ciudad, los clanes, la tribu, los gremios, una cofradía. La celebración pública del dogma religioso o del hecho político, la ofrenda, la procesión o el memorial, expresan, aclaran y consolidan la reciprocidad de servicios y obligaciones, la posibilidad de cooperación en que se basan, en cualquier sociedad, en el hecho de que todo miembro sepa lo que se espera de él fijando un modelo universal de conducta

El pensamiento mágico así como el mito y la religión tiene un enorme valor biológico. Una cultura tiene más posibilidades de extenderse y sobrevivir si sus miembros comparten creencias y esperanzas[4].

Quizá los momentos de experiencia religiosa más sincera y profunda acaezcan en soledad y no en mitad de una multitud, pero es aquí donde la máscara del penitente permite el aislamiento en medio de la multitud.


Representación del fundamento moral

El rito tiene por sí mismo una relevancia social, civil. Ofrece una representación del fundamento moral, de la legitimación inteligible del orden mismo de la sociedad. Así, en toda procesión, la discriminación de los actores en sus posiciones respectivas se desarrolla con absoluta naturalidad, según su edad, sexo, autoridad... La autoridad no vulnera la igualdad cuando media entre todas las partes, operando recíprocamente como traductor, el símbolo máximo de su comunidad. No hay buen gobierno sin igualdad ni autoridad.

Lo que se distingue y une en el rito procesional, lo que el ritual objetiva, tiene su raíz fuera del rito. El distinto tamaño de cada segmento de la procesión es significativo. El lugar que ocupan las mujeres de mantilla; los niños, protegidos por la cruz guía... Al repetirse el ciclo festivo, la suma de las respectivas presencias, puestas en escena, definen la realidad del logro colectivo de las distintas cofradías. Cada actor recibe como beneficio simbólico la experiencia de su identidad colectiva. Y es el mismo espacio físico de la ciudad el que sirve de soporte para la creación colectiva de significados.

Sólo los símbolos nos permiten un acceso paradójico, metafórico, metonímico o analógico al misterio. La Imagen, que domina como símbolo la procesión, se constituye en el foco de referencia para la apreciación del orden relativo de posiciones. Sólo el Paso, sólo la Imagen Sagrada sobrepasa todas las cabezas. En ella se independiza la voluntad colectiva al objetivarse, para así poder encarnar la realidad inmaterial de cómo su creación sobrepasa a sus creadores. Al poner más allá de sí mismos el acuerdo de sus voluntades, los cofrades consiguen deslindar el acuerdo como tal, de las voluntades que le dan nacimiento. Lo plural se unifica en el Icono, lo diverso se equipara. Lo así constituido tiene potestad y poder sobre la igualdad y la diferencia. El pueblo, creador de sus símbolos, antecede a su Imagen, mientras que la autoridad testimonia su legitimación subordinándose a Ella, siguiendo o guardando el paso tras el Símbolo bajo cuya elevada posición toda pluralidad se unifica y equipara y desde el cual renace la realidad diferenciada.


El espacio simbólico. La escenificación del orden social

El espacio simbólico no coincide necesariamente con el espacio físico. La primera posición simbólica, la que condensa en sí el punto central, es el Icono. Esa creación colectiva encarna en toda comunidad un símbolo del enigma del poder de lo real[5]. Por el contrario, tanto la primera como la última posición en el espacio físico, reservadas a la música, gozan de menor relevancia. La diferenciación de actores en la procesión queda oculta por las caretas, igualada por el cromatismo uniformizador de las túnicas, la piel de las manos, enguantadas, no reflejan ya la división del trabajo, la estructura social, ni cualquier otra división socio-económica, ni siquiera el sexo, si las mujeres adoptan el rol de penitentes. Son precisamente esas diferencias reales las que condona el rito o, por el contrario, las que el rito privilegia (caso de las mujeres de mantilla, que pueden mostrar el rostro).

La pertenencia al grupo se adquiere mediante la afiliación, o por afinidades electivas, emotivas, por amistad o devoción. La comunidad se representa por una vez como una gran familia, propone su constitución en el ritual bajo ese modelo de solidaridad básica y elemental, a costa de diluir cada familia concreta en la comunidad. El rito es así ocasión que trasforma el agregado de familias diferentes en experiencia de unidad comunal, sancionando a la vez la estructura nuclear de la familia (también mediante un icono de “nuestro Padre” y otro de “nuestra Madre”) como modelo para cada familia y su solidaridad como ideal para la comunidad local.

Señalo de paso que, frente a la valoración eclesiástica del celibato, el rito popular suele sancionar la polaridad sexual de la que depende la vitalidad y el futuro de la comunidad. Razones populares, razones de las entrañas.

La tensa e inevitable rivalidad de las familias locales queda transcendida y purificada mediante este rito en que se simboliza una gran familia, a costa de las familias reales. La afirmación ritual es por tanto triple: de la familia, de la comunidad y de la dilemática interdependencia de una y otra. El rito no evita la confrontación permanente, el dilema de la perenne tensión entre familia y comunidad, más bien lo expresa en su plenitud.

Salvo en los niños y en las autoridades, las caretas eliminan la diferenciación personal que vulnera la igualdad ritualmente requerida. La diversidad personal cede ante la solidaridad y la autoridad que el ritual ejemplifica.

La gran familia comunitaria se cohesiona y ordena en torno a un símbolo (Icono) en que se independizan de los actores sociales los valores morales sustentados por el grupo: Fe, Esperanza, Amor, Soledad, Angustia, Sufrimiento, Injusticia, Amargura, Lágrimas... No sólo realidades morales, sino también esperanzas saludables, promesas, síntomas emocionales, aguas fertilizantes, destino glorioso... Agonía, Muerte y Resurrección[6]. Estos valores morales santificados, sacralizados, alzados en vilo por los costaleros, empujados silenciosamente por los cofrades adelante, desde el origen hasta el fin, que coincide con el origen, alcanzan así la autonomía propia de los principios generadores. “¡Al cielo con ella!”.

Intemporalidad festiva

La liturgia de la procesión consagra la trascendencia intemporal de la identidad comunitaria. De su indisolubilidad, de su orden, de su equilibrio y armonía, sentimos que proviene el dinamismo, la vitalidad, la salud de todo el cuerpo social y de cada uno de los actores. En el Símbolo supremo se resuelven imaginariamente todas las contradicciones, lo eterno que deviene hombre, que muere y resucita. La dialéctica entre la individualidad y su sometimiento cultural a la comunidad.

La imagen alcanza de hecho una utilidad propiciatoria, un poder proversivo[7]; sirve en su efecto motivador, al representarse en ella como alcanzado lo que se busca alcanzar. Porque la procesión y su Titular están muy por encima de cada uno de los procesionantes; cargada de la fuerza que otorga la atención mental de todos ellos, incluso del público, de sus miradas, la procesión es realmente sagrada, y poderosa. La sensibilidad es receptiva a este magnetismo que crea el acuerdo de voluntades, la sincronía de trompetas y tambores, de pasos y oraciones.

Un cuerpo social estable, fuerte, no se edifica sobre una base puramente física o contractual. El cortejo ritual de la procesión representa el complejo orden que mantiene el grupo bajo un control más moral que político, más emotivo que racional, un orden que armoniza intereses y pone al lado, haciéndoles caminar al mismo paso, a las fuerzas académicas, políticas, religiosas, militares, gremiales, familiares, visibles en sus adecuados representantes, y bajo la atalaya que su cultura otorga al máximo Símbolo. La procesión, renovada cada año, pero fiel a su identidad tradicional, da vida al pueblo, generando la continuidad de su identidad en la historia...

Ritmo y melodía procesional

La música es en este sentido una parte principal de la procesión, acompasa y armoniza la marcha de los participantes, tanto al principio como en su final. Es el paso solemne de la procesión -regular o sincopado- lo que evita que se desmembre. El tecnicismo del ritual proporciona a los participantes y al público el sentido preciso de cada gesto. La distancia distribuye desde atrás hacia delante la voz de la autoridad, su llamada al respeto; la campanilla, desde delante hacia atrás. Cuanto más próxima a la imagen es la posición del participante, mayor es el respeto que inspira a los demás. Los gestores de la fiesta, los directivos de las cofradías -un “oficio sin beneficio”- no obtienen más que su reconocimiento por hacer lo que hay que hacer, por cumplir con la tradición. La procesión subordina el control político al moral, el real al ideal, y el profano al religioso, al sagrado.

Alfa y omega

La imagen, el “Santo”, la Virgen o el Cristo, encarnan el valor moral que identifica a los cofrades y homologa y entraña a los actores como hermanos de corazón. El pueblo se contempla a sí mismo como unidad social en esa identidad tan representada como real. Cada definición, cada objetivación ritual, es una parte de ese conjunto, y es con éste con el que se crea la afirmación –mínima pero esencial- de su ser social.

El encaminarse de la procesión desde la salida a la entrada, saliendo de la iglesia casi siempre hacia la derecha, responde al modo como contemplan los procesionantes su geografía urbana. El pueblo ha crecido siguiendo más o menos el recorrido procesional. Lo más antiguo marca el inicio y también el fin de la procesión. Cuando la procesión alarga el radio de su círculo, hacia los barrios más modernos, pierde interés e intensidad, se deshincha de sentido. Por eso su itinerario suele girar en dirección opuesta a las agujas del reloj. Retrasando en el cronómetro de su suelo imaginario las horas de su historia hasta el centro de partida, haciendo sincrónica su diacronía. Se extrae así la experiencia de la identidad de las propias raíces del tiempo. “En unas pocas horas recorre los mismos pasos de su historia hecha urbanismo” (R. Sanmartín). Uniendo su imagen ideal a su historia, el pueblo reescribe en la experiencia ritual de su identidad con la que se vivifica y reencuentra.

Esta experiencia no puede del todo ser verbalizada, resulta inefable, pero sentida comúnmente en su evidencia. Es un discurso vivo hecho de gestos y sonido, de luces de tulipas y de olores a pólvora y a incienso, de flores y de cera, de cromos, de rasos y de terciopelos, oscuridades, silencios y crepúsculos nacarados. De su combinación surge el gozo sensual y festivo, así como el respeto del ritual, sin la necesidad del análisis: “la experiencia de la propia vitalidad colectiva”.

Desde sus raíces en el tiempo y en el espacio, el carácter cíclico del conjunto ritual dilata la experiencia, amplía las dimensiones de su afirmación social, hacia atrás, incorporando a los muertos en la memoria de los vivos, en los signos antiguos, en los lazos negros; hacia delante, incorporando a los niños, participándoles sensiblemente el ser para siempre del pasado, y transformando la repetición en duración, en continuidad. Abre la cruz el paso, con el ritmo pausado, solemne, de la procesión, a la experiencia vital de lo que no existe (lo proversivo), pero que vale mucho más que lo que existe: la creación de una imaginación colectiva: la identificación de un pueblo con su historia.

2. Hermenéutica de las procesiones

El mito vuelto Símbolo

La historia que los participantes en un ritual procesional comparten no es sólo la historia cronológica. La historicidad que es conducida por la semántica profunda del discurso simbólico no es la cronología aparente del relato, sea éste la llegada de Jesús a Jerusalén, su camino hasta el Calvario o los dolores de María ante el cadáver de su hijo amado.

Esta distinción ha sido bien estudiada por Paul Ricoeur. Coincide con la división entre el ámbito de las apariencias (o fenoménico), que es objeto de la ciencia –en este caso de la historia- y otro dominio situado fuera del primero, aquel al que Kant llamó nouménico, y que es también el propio del lenguaje mítico: el vínculo del hombre con lo sagrado, la posición o situación del hombre en el Ser.

La experiencia del que participa en una procesión no es una más entre otras, sino que representa la entrada en la existencia misma. Las escenas míticas reciben un sentido que les permite hablar de aquellas experiencias que fundan el ser del hombre.

La razón moderna, al contrario que la razón antigua, no puede atribuir al mito, al que alude el ritual, la función de ofrecer una explicación dogmática de nuestra situación en la realidad física. Para eso está la razón crítica y la razón científica. No debemos lamentarnos por ello: al perder sus pretensiones explicativas, el mito revela su alcance exploratorio y comprensivo, su función simbólica, es decir, su poder de descubrir y revelar el lazo que uno al hombre con lo sagrado[8]. El mito, paradójicamente “desmitologizado”, pero elevado a la dignidad de Símbolo, es y debe ser una dimensión decisiva del pensamiento moderno y futuro. Lo importante no es saber quién fue históricamente Jesús (o Moisés o Hércules), SINO qué significan Jesús, Moisés o Hércules, en determinados relatos arquetípicos.

El pensamiento simbólico y el sentir originario que promueve el ritual procesional –“discurso confesante”, le llama Ricoeur- se refiere a lo que hay de más intemporal en las estructuras del relato para una comunidad concreta, un pensar que no es un entender de objetos, sino una búsqueda de lo incondicionado, aun presente en la circular sucesión del tiempo. Los mitos hablan de acontecimientos no objetivos, al contrario de los que estudia la ciencia, pero los mitos hablan de acontecimientos reales: la entrada del hombre en la existencia y su situación en el seno del ser y en medio de lo sagrado. “Estas cosas, que no han sucedido, son para siempre”, decía Salustio.

La verdad de la ficción

Para captar la historia ontológica referida por el mito es necesario un concepto de historia distinto del que nos ofrece la ciencia, un sentido connotado por el término “historia” cuando lo utilizamos refiriéndonos a lo que alguien nos cuenta acerca de su propia vida (biografía), del sentido que da a ciertas vivencias de su existencia. El mito da valor analógico a hechos y personajes históricos por medio de la estructura del relato.

¿Qué significa fundamentalmente esta historicidad analógica a la que el relato sagrado se refiere? Según Ricoeur, el mito significa el acontecimiento del comienzo y el fin del mal, la entrada en la existencia y la situación del hombre en relación con lo sagrado por medio de un relato que se extiende entre el comienzo y el fin del mal. “Comienzo” y “fin” no tienen aquí un valor cronológico, sino ontológico-existencial. Por eso la interpretación del mito se puede conectar con el problema del paso de la inocencia a la culpa y de la liberación de la voluntad: la maduración misma del ser del hombre, con todo su dramatismo y precariedad mortal.

El mito contiene además un factor proversivo, futurible, de profecía, pero se refiere fundamentalmente a los orígenes, es a través del rito como la idea de fin se va introduciendo en la estructura mítica, un fin que, como la procesión manifiesta sensiblemente con su estructura circular, coincide cíclicamente con su principio. Entrada y salida: génesis y escatología. El mito se expande así en una historia de salvación, en dirección de la representación, la acción y el sentimiento, que se desenvuelve ya más en el tiempo de los hombres que en el tiempo de los dioses.

El mito dice algo sobre situaciones límites. Trasciende la ilusión antropológica propia del ateísmo humanista. Su lógica no es necesariamente distinta de la de la ciencia (Levi-Strauss), sólo que el pensar mítico la aplica a otra realidad. Si la filosofía quiere pensar el mal en relación con la libertad humana y concebir la posibilidad de la liberación de la voluntad como una realidad, debe escuchar lo que ya ha sido y está siendo dicho en el lenguaje de los símbolos y mitos[9].

Los mitos, así como su expansión ritual, expresan una experiencia que el saber nunca puede agotar: la experiencia trágica del mal, la posición de la libertad del hombre en un mundo donde ya existe el mal, la proyección de un pensar que espera “a pesar del” mal, “gracias al” mal y “cuanto más” abunda el mal, así como las cifras de un pensar que puede concebir a partir de esto una historia con sentido[10]. La interpretación de los mitos no puede ser un saber absoluto ni necesario, por un motivo central: la tarea más grande del pensar es encontrarle un sentido al mal, que es esencialmente contingente, pues no hay una necesidad del mal.

La palabra es la casa del hombre, no el imperativo, desde luego, ni la falsa palabra o la razón dominadora, sino la palabra poética, la palabra creadora. Por eso, el mito no es hablado por los hombres, sino que es él, como Palabra creadora (Logos, Verbum) quien se manifiesta en los hombres, como seres instruidos y constituidos en el pensar narrativo, los que le habitan. Del mismo modo, no somos dueños de la procesión, sino que ella es -en feliz metáfora de Miguel Pasquau -como un río que nos lleva: “Este año somos nosotros el agua. Otras aguas pasaron y pasarán, que han ido e irán ahondando el cauce o abriendo meandros”.

El dominio de lo sagrado

La repetición ritual tiene en efecto el valor de un paradigma, de un modelo de conductas arquetípicas que se realizaron en el origen. Es decir, que primero estuvo el relato de los orígenes o historia fundamental, luego el paradigma y finalmente la institución ritual: la ancestral e ilustre costumbre. La repetición ritual del relato de los orígenes transporta al penitente –y también al público- desde el tiempo histórico al tiempo fundamental. Esto significa que el cofrade es llevado por la solemnidad del momento a un nivel distinto del cotidiano y profano, en un viaje que le transporta literalmente al dominio de lo sagrado, en cuyo ámbito puede experimentar sentimientos de otro nivel que los profanos. Ricoeur describe estas emociones como sentimientos de temor y amor ante lo ‘tremendum fascinosum” (el hechizo de lo espantoso). La acción ritual nutre la intimidad, suscita en el hombre una interiorización emocional que engendra lo que se podría denominar el núcleo mítico-poético de la existencia humana.

La desmitologización, la secularización moderna, el desencanto del mundo proporcionado por el avance positivo de la ciencia, permiten eliminar la intención explicativa o falso logos del mito, a la vez que facilitan y purifican el rescate de su dimensión poética, simbólica. La imaginación no es un poder despreciable, sino el órgano de exploración ontológica de las posibilidades más propias del hombre. Lo que la imaginación simbólica expresa en el ritual es la apertura del hombre a sus posibilidades y los proyectos por los que el hombre avanza hacia su ser[11]. De esta manera, el lenguaje simbólico revela un concepto proversivo del hombre, su valor: una posibilidad de existir propuesta al hombre. La interpretación desprejuiciada, filosófica, puede servir, más allá del ateísmo destructor, para hacer que el símbolo sagrado y su expansión ritual se muestren como palabra del Ser, como palabra creadora, pues que instituyen al hombre como posibilidad.

Frente a la afirmación atea de la resignación a la necesidad del mal, esta recuperación del valiosísimo fondo simbólico del mito, entendido aquí como relato sagrado, constituye una “segunda ingenuidad” con una gran fuerza creadora, que dirige su llamamiento desde la imaginación de lo posible al corazón de la existencia humana, para ampliar la razón, en lugar de estrecharla.

Notas


[1] Dejo de lado las manifestaciones seculares, cuyos aspectos procesionales, litúrgicos, religiosos (aun en un sentido laico y débil) no son desdeñables y merecen también un examen antropológico. 

[2] V. Ricardo Sanmartín, Identidad y creación. Horizontes culturales e interpretación antropológica, cap. III, “Identidad y experiencia ritual. ¿Qué hay en una procesión?”. Editorial Humanidades, Barcelona, 1993. 

[3] “De la définition des phénomenes religieux”, en L’Année Sociologique, Paris, 1898. El mismo tema en Les formes élémentaires de la Vie religieuse, Paris, 1912. 

[4] Cfr. Bronislaw Malinowsky. Magia, ciencia y religión

[5] V. Zubiri. El hombre y Dios, Madrid. Alianza, 1984. 
[6] En clave metafísica podíamos trazar una analogía con la tipología del concepto según el tiempo: Esencia, Existencia y Proversión. Esencia-Agonía: ¿no ha probado Darwin que la esencia natural de todas las especies es la lucha por la vida? Es justo esto lo que expresa la voz griega ‘agonía’: la razón común del ser vivo. Existencia, pues todo lo existente es contingente y perece, dado que la existencia representa el ser en el tiempo. Y Proversión-Resurrección, pues los valores ideales se presumen eternos, al proponer su realización y proyectar su ser al futuro. 
[7] La representación icónica o conceptual en su esencia nos habla de una posibilidad lógica, existe como un ídolo o como un objeto estético (madera, yeso, pintura, bordado...), pero además expresa un modo de ser ideal, buscado, querido, debido. Sobre la proversión y la trascendencia de la representación intelectual cfr. “Trascendencia y proversión”, en Mágina: Revista Universitaria, ISSN 1136-7768, Nº. 10, 2002, págs. 131-150. 
[8] V. Paul Ricoeur. Filosofía de la voluntad, París, Aubier, 1988. 
[9] V. Raúl Kerbs. “El enfoque multimetodológico del mito en Paul Ricoeur...”. Revista de Filosofía, Univ. Complutense, 3ª época, vol. XIII (2000), nº 24. Madrid. 
[10] P. Ricoeur. El conflicto de las interpretaciones. Ensayos de hermenéutica, París, 1969. 
[11] Paul Ricoeur. “El lenguaje de la Fe”, Bulletin du Centre Protestant d’Études, 16 (1964), nº 4-5. Pp 17-18.



Comentarios

  1. Excelente entrada, profesor. Un análisis profundo de un hecho social que trasciende los limites de la experiencia sensible para enlazar con lo sublime.

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  2. Gracias, Ángeles. Homenaje a Pascal, y a Juan Larrea. Gran refuerzo, tus palabras. Te deseo de todo corazón una primaveral semana de pasión y resurrección del espíritu y ángeles, colega. Pues es el espíritu el único que puede crear, apasionarse, padecer con sentido y resucitar a la tercera.

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  3. Para leer, releer, estudiar y pensar. Estupendo análisis, una colaboración más que oportuna en esta época. Explica bien por qué las iglesias están vacías y las procesiones llenas. ¿Son todas fotos de Úbeda?

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  4. Sí, Encarna, todas fotos hechas por un servidor y en Úbeda, algunas de mis titulares: Jesús Nazareno (llamado el Cristo de las aguas) y la Virgen de los Dolores. No sé por qué no he podido centrarlas en el blog...

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