EL VIAJE DE EGERIA. EREMITAS Y ANACORETAS EN EGIPTO DURANTE EL BAJO IMPERIO ROMANO

Retrato de una dama romana del siglo IV. Museo de Brescia
Egeria, una dama hispanorromana del siglo IV de nuestra era, protagonizó un extraordinario viaje a Tierra Santa y, más importante aún que ello, nos dejó un relato escrito de sus aventuras. Su biografía está envuelta en la neblina, dado que parte de esa narración se ha perdido y también porque los datos con que contamos sobre ella son tardíos y susceptibles de interpretaciones contradictorias. Pero la razón de convocar a Egeria en este blog de Antropología no son sus indudables méritos de exploradora y escritora en el Bajo Imperio Romano sino que, en su peregrinatio, recorrió numerosos eremitorios y cenobios, una forma de vida alternativa que cuestionaba radicalmente los principios del modelo urbano y que sirvió para transformar la vida en Occidente en los siglos posteriores. Al final de este  recorrido, como siempre sucede en Antropología, comprobaremos que ese viaje 1600 años atrás nos trae de vuelta nuevamente al siglo XXI, en pos de otros grupos humanos que abandonan la vida social en busca de una reconfortante soledad.
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Santa  Helena
Una arqueóloga en Jerusalén
En el año 326, cerca de cumplir 70 años, Santa Helena ( circa 248-329), madre del primer emperador cristiano, Constantino, se dirige a Tierra Santa con el fin de localizar la Vera Cruz, el árbol en que había sido crucificado Jesucristo. Elena la localizó bajo un templo erigido a Venus en el monte Calvario. Allí ordenó construir una iglesia, así como otra en el Monte de los Olivos. Ubicó igualmente diversos lugares de relevancia bíblica, consagrando una iglesia a la Virgen María en el Monte Sinaí donde tuvo lugar el episodio de la zarza ardiente. Aunque el cristianismo no se convertiría en religión oficial del Imperio hasta el año 380 con el emperador Teodosio, Constantino favoreció a los cristianos política y económicamente. En ese ambiente de libertad y apoyo tras el decreto del año 308, los descubrimientos de Santa Elena desataron una verdadera pasión por viajar al Santo Sepulcro.
El enigma de Egeria
Existe una amplia polémica en torno a sus datos biográficos. Para empezar, se desconoce si su nombre era Egeria, como la ninfa romana, lo cual me daría una identidad pagana discutible, o Etheria, “Celeste”. En cualquier caso, Egeria es el nombre que cuenta con más predicamento.
Valerio fue él mismo un eremita
Una segunda cuestión es la relativa a su procedencia geográfica. En el año 680, San Valerio, un monje del Bierzo (León), envío una misiva al abad Donadeus, de donde proceden parte de los datos que conocemos sobre Egeria. Allí decía que nació en el más remoto litoral del mar Océano occidental. Eso la situaría, de una manera muy indefinida, en la Gallaecia romana. Pudo proceder del mismo Bierzo, del norte de Portugal o de Galicia. Sin embargo, llama la atención de la carta de Valerio que pretende crear un contraste metafórico radical entre Occidente y Oriente, con lo cual su imprecisa mención 300 años después de los hechos podría ser un mero recurso retórico. Sea como fuere, Egeria fue hispanorromana y lo más habitual es considerarla gallega.
 Quizá el aspecto más discutido sea su condición de lega o religiosa. Se ha argumentado que no pudo haber sido monja, oficio con el que popularmente se la identifica, porque en Occidente todavía no existían conventos femeninos a finales del siglo IV de nuestra era. Sin embargo, lo cierto es que desde el Concilio de Elvira o de Granada del año 305 ya estaba reglamentada la vida religiosa de las mujeres. Podían ser viudas, vírgenes o continentes, es decir, que se hubiesen comprometido con un voto de castidad. Las hermanas en la fe organizaban su coexistencia en común de forma mucho más laxa que la vida conventual que conocemos, que está muy rígidamente regulada. En particular, todavía no se exigía la stabilitas loci y, por ello, las mujeres de vida consagrada podían entrar y salir de los recintos donde habitaban. Seguramente el sistema presentaba similitudes con el beguinato en los Países Bajos, otra fascinante institución que creó un espacio de libertad femenina que merece que le dediquemos la atención en próximas ocasiones.

Casas de las beguinas en Brujas
En cuanto a la edad de Egeria, hemos de descartar que fuese anciana, puesto que durante su incansable periplo durante 4 años demostró una capacidad de resistencia impresionante, no dudando en subir y bajar montañas, muchas veces a pie y con un gran desgaste físico. El monje Valerio dejó escrito que Egeria fue “superior en fortaleza a todos los varones del siglo”. No obstante, de haber sido joven no la hubiesen podido acompañar aquel séquito de santos varones, integrado por obispos, presbíteros, diáconos y monjes. Habría resultado del todo inapropiado por razones de decoro.Un dato importante a tener en cuenta es que el Concilio de Zaragoza, en el año 380, estableció, para las religiosas que suscribían el pactum virginitatis, que no se entregaría el velo a las vírgenes antes de cumplir los 40 años. Probablemente el Concilio consensuó la práctica preexistente, así que podemos dar por cierto que Egeria tenía una edad superior a esta. Digamos entonces que se trataba de una mujer entrada en años pero con todo el brío de la juventud intacto.


 Otro aspecto que puede deducirse de las circunstancias de su viaje y de su relato es que debió de ser una dama de alcurnia, con tiempo y peculio propios para afrontar un viaje tan largo. Su prestigio social se desprende fácilmente del hecho de que era recibida y acompañada por obispos y escoltada por las guarniciones romanas en las zonas peligrosas.
 Igualmente podemos aseverar que Egeria era una mujer culta aunque a lo largo de su narración hace uso de un lenguaje coloquial, el llamado sermo cotidianus, quizá de moda entonces entre las clases altas, o puede que la vital y animosa monja gallega pensaba, como más tarde haría Santa Teresa de Jesús, que el método más eficaz para transmitir ideas es el “escribo como hablo”.


La gran peregrinación de Egeria
Para mí, lo más fascinante de Egeria es su intrepidez de exploradora. Es una auténtica precursora de la gran tradición de viajeras victorianas que vería la luz en el siglo XIX. Aunque le guíe el fervor religioso y su afán por localizar los parajes bíblicos más importantes, muestra una curiosidad insaciable por todo lo que encuentra a su paso y la eventualidad de hollar lugares casi desconocidos o de difícil acceso dispara al máximo su emoción. Su historia está trufada de datos que nos revelan la forma de vida, costumbres y rituales arcanos de aquellas gentes, de gran interés para la Antropología, al mismo tiempo que nos muestran el rostro de una aventurera de espíritu verdaderamente moderno: “Me invadió nuevamente el deseo de acercarme hasta Arabia, concretamente al Monte Nebó”. Le entusiasmaba el “desierto de arenas inacabables”…”Nos dijo también aquel santo presbítero que, incluso nuestros días, siempre, al llegar la Pascua quienes habían de recibir el bautismo en aquella aldea, es decir, en la iglesia llamada “opu Melquisedec”, eran todos bautizados en aquella fuente, acudiendo al alba, a la luz de los cirios, junto con los clérigos y monjes, recitando salmos o antífonas; y así eran conducidos muy temprano, desde la fuente hasta la iglesia del santo Melquisedec, todos aquellos que habían sido bautizados.
Por nuestra parte, tras recibir del presbítero algunas eulogias, esto es, algunos frutos del huerto de San Juan Bautista, y asimismo de los santos monjes que tenían sus ermitas en aquel huerto frutal, dando siempre gracias a Dios, reemprendimos el camino que traíamos”.


Está claro que Egeria tenía inoculado el virus del descubrimiento, hasta el punto que recorrió más de 5.000 kilómetros durante su viaje. Su peregrinatio parte de la Gallaecia. Siguiendo la Vía Domitia, atraviesa la Aquitania y cruza el Ródano. Llega a Constantinopla por mar, y de allí parte a Jerusalén siguiendo la vía militar que atravesaba Bitinia, Galacia y Capadocia. Atraviesa el macizo del Tauro para llegar a Tarso y de aquí hasta Antioquía. Llega a Sycamina, hoy Haifa, navegando. En ese destino visita los lugares consagrados a Elías en el Monte Carmelo. Más tarde  sigue hasta Dióspolis y, por Nicópolis, la antigua Emaús, llega a Jerusalén en la Pascua del año 381. Permanece allí tres años, hasta el 384, realizando frecuentes excursiones que, a veces, duran meses completos. Sobre todo le interesaba compartir la vida de los monjes, anacoretas y santos varones que poblaban los desiertos del Sinaí y Egipto. Con ese fin visitó Alejandría, Samaria y Galilea. Su objetivo debió de ser los lugares consagrados al santo Job en Siquem, el monte Tabor, Nazaret y el lago Tiberíades. Seguro que en Judea hizo excursiones a Belén, Hebrón…Todo este trayecto pertenece a una parte primera perdida del texto.



 El códice, tal como lo conocemos, principia por una excursión al Sinaí, subiendo al Monte de Dios (el Djebel Musa o montaña de Moisés); igualmente al monte Horeb recorriendo el valle de el-Raha, Farán, Clysma y Arabia, con  retorno a Jerusalén por la región de Gessén. En el curso de otra expedición, cruza el río Jordán y llega hasta la cima del Monte Nebó y otros lugares bien conocidos de la Biblia, para regresar a Jerusalén a tiempo para vivir in situ la Pascua del año 384. Después de las celebraciones, inicia su regreso, no sin antes visitar la provincia más alejada del Imperio, Mesopotamia. Se encamina al norte, hacia Edesa, ciudad donde estaba el martyrium de Santo Tomás, y después pasa a Harán, de allí a Antioquía y vuelve a Constantinopla pasando por Tarso, Capadocia, Galacia, Bitinia y Calcedonia. En ese trayecto se desvía a visitar el martyrium de Santa Tecla en Seleucia de Isauria, cerca de Tarso. Uno de sus últimos planes era visitar el sepulcro del apóstol San Juan en Efeso, aunque no sabemos lo que sucedió puesto que falta la parte final del viaje.

Mapa de Jerusalén
Valerio escribió sobre ella: “emprendió un largo periplo por todo el orbe, con todas sus fuerzas y su corazón intrépido…para llegar a los lugares del nacimiento del Señor y hasta los cuerpos de mártires esparcidos por diversas provincias y ciudades”. Egeria es una figura tan apasionante que no es extraño que se haya querido rodar un documental siguiendo la estela de sus pasos. Una joven gallega mochila al hombro sigue su recorrido en nuestros días. Esperemos que pronto podamos disfrutarlo.
  La ley de la hospitalidad


El Imperio romano en tiempos de Egeria
En comparación con los actuales, esos viajes eran verdaderamente caros y penosos por las distancias, peligros y fatigas que comportaban. No obstante, las calzadas y la pax romana facilitaban el viaje por tierra y mar sin excesivos riesgos. El mundo romano estaba cruzado por una red de 80.000 km de calzadas que, con un trazado radial, unían Roma con todos los rincones del imperio en la primera globalización que conoció la historia. Las más importantes de esas líneas de comunicación eran las viae publicae. Egeria, partiendo desde Hispania, recorrió Astorga, León, Palencia, Clunia, Numancia, Tarazona, Zaragoza, Huesca y Lérida. Llegó al sur de Francia atravesando Aquitania y cruzando el Ródano para tomar a Vía Domitia hasta Roma y de allí en barco a Salónica, Heraclea de Tracia y Constantinopla. 

Via Appia, a su paso por Roma

El sistema era tan eficaz que los vehículos de correos podían recorrer hasta 75 kilómetros por día, un logro verdaderamente insólito y que no volvió a alcanzarse hasta la Edad Moderna. Como ventajas adicionales, los caminos estaban acondicionados con un sistema de restauración: había mutationes, simples puestos de refresco para cambiar los caballos cada 10-15 km, y mansiones, unas casas de postas que jalonaban las etapas que podían cubrirse a lomos de un asno, caballo o camello en el desierto, cada tres mutationes (30 a 50 km). Existían igualmente guarniciones militares (castelli, castra), desde donde Egeria partió algunas veces con escolta hacia regiones peligrosas por la presencia de tribus nómadas no sometidas al poder de Roma. Egeria viajaba provista de un “diploma” o salvoconducto que le permitía solicitar ese apoyo logístico. Pero, fuera de esos puestos de asistencia pública, los viajeros se veían obligados a apelar a la ley de la hospitalidad, una obligación moral para nuestros antepasados basada en la reciprocidad diferida. En nuestro mundo actual el problema de alojarse en otra ciudad se soluciona fácilmente haciendo uso de una sólida y extensa infraestructura hotelera, de manera que no somos conscientes de los problemas que representaba viajar en épocas pretéritas, más aún en un tiempo en que se empleaban muchísimas más jornadas para cada desplazamiento. Al extranjero que viajaba y necesitaba pernoctar en algún sito habitado, había que acogerlo, alimentarlo y darle un lecho,aunque al mismo tiempo era preciso someterlo a ritos para conjurar sus peligros potenciales, como contagios o ataques. Se trataba de una especie de fase de adaptación para aceptarlo en el seno del hogar. Egeria recibió esa hospitalidad de obispos y eremitas en el desierto, además de alojarse en el sistema público de albergues. El rito de la hospitalidad consistía en salir al encuentro del huésped, darle el beso de la paz, proceder al lavatorio de los pies y, además de acompañarlo en las excursiones cercanas que tuviera que realizar, los anfitriones debían ofrecerle alojamiento y comida procedente de lo que producía la huerta. También salían de allí esos pequeños obsequios de despedida que están en el origen de nuestros souvenirs, las “eulogias” que antes mencionaba la curiosa Egeria en su libro. Eran frutas o dulces que se entregaban al peregrino cuando se marchaba, para hacerle más agradable el camino.
 Jerusalén en temporada extra
Contamos con noticias de la época que, quizás con algo de sorna machista, nos cuentan que Jerusalén estaba atestada de matronas romanas a la busca del Santo Sepulcro, lo que motivaba las agrias quejas de los vetustos patriarcas. Nos han llegado los nombres de algunas de aquellas arrojadas viajeras, como Marana Cira, María de Armida, la noble Melania (una joven viuda que peregrinó al desierto lleno de anacoretas), o Paula, quien fue la compañera espiritual de San Jerónimo y que fundó en Belén un monasterio de dúplice, esto es, de hombres y mujeres, y un albergue de peregrinos. 

San Jerónimo, por Georges La Tour

Respecto de esta moda de viajes para clases pudientes, ya San Gregorio de Nisa había criticado lo que consideraba hábitos licenciosos en las mujeres peregrinas, que dormían en posadas y hospederías. En una carta de San Jerónimo a Furia, una noble viuda romana, éste se quejaba del ejemplo poco edificante que daban alguna de estas peregrinas con su elegancia, frecuentando compañías indiscretas, degustando comidas exquisitas y desplazándose acompañadas con un aparato regio, como Poemenia, una pariente del emperador Teodosio que viajó con un séquito de servidores y eunucos a Egipto y Palestina entre los años 384 y 395, cuando Egeria ya estaba volviendo de su periplo.
Monte Sinaí
La atracción del desierto
Pero todos estos interesantes detalles acerca de la forma de viajar en el Bajo Imperio romano no deben distraernos de la cuestión nuclear de esta entrada, y que fue uno de los motivos principales del viaje de Egeria: conocer a los santos varones que se habían retirado al desierto para iniciar un modo de vida distinto, el cual se creía más acorde con las Escrituras y sus anuncios apocalípticos. Tal como podemos leer en su relato, Egeria visitó numerosos eremitorios en el Monte Sinaí, Horeb, Nebó, Sedima, Charrán, Fadana…

Eremitorios en el Alto Egipto
 Para la cosmovisión hebrea,  el desierto representaba la naturaleza en retroceso, un lugar sin leyes en el que moran las fuerzas del mal, donde acechan el pecado y la locura. En el desierto, adonde Juan el Bautista y Jesús se retiraron para hacer penitencia, también tuvieron que luchar contra las tentaciones demoníacas, como muchos siglos antes lo habían hecho los israelitas durante su largo camino de vuelta desde Egipto a la Tierra Prometida.
En la Antigüedad tardía, el desierto o la naturaleza más agreste fueron los escenarios donde los monjes buscaron un lugar para la contemplación y el encuentro con la divinidad, tanto como una dura prueba para alcanzar la redención o para fortalecer el ánimo frente al poder diabólico. Se abrió camino así, en la cultura hebrea, esa visión bivalente del desierto: junto al espacio donde penar las culpas, como en el profeta Ezequiel, era también el lugar para la bienaventuranza y el descubrimiento del Dios escondido. Esta es la propuesta del profeta Jeremías, que acabó fructificando en un movimiento religioso de primer orden, el monaquismo. Comenzó en Oriente, dentro de ese contexto ideológico que tomaba la vida en el desierto como metáfora de nuestro paso por el mundo hacia la Jerusalén Eterna. Solo más tardíamente se generalizó en Occidente. Desde el siglo II a. C. miembros de la  secta apocalíptica de los esenios se habían refugiado las cuevas del desierto a la espera del final de los tiempos. Quinientos años más tarde, desde principios del siglo III de nuestra era, los anacoretas o monachoi (“hombres solitarios”) intentaron recuperar en el desierto la simplicidad y austeridad de la vida en el Paraíso antes de que Adán y Eva cometieran el Pecado original, mientras aguardaban el retorno de Jesús en majestad. La palabra “eremita” viene de eremos, que quiere decir “hombre del desierto”. Era una huida de la polis y de sus leyes corruptas, modelo social de resabios paganos. San Antonio Abad (251-356) es el reconocido fundador del movimiento eremítico. Su fama de santidad atrajo a muchos discípulos. El santo organizó el grupo de ermitaños que seguían sus pasos, aunque él siempre vivió en soledad, venciendo las tentaciones por las que es tan conocido en la iconografía religiosa.

Las tentaciones de San Antonio, vistas por el Bosco
Simón el Estilita, unos 20 años después del paso de Egeria por Siria, vivió en el desierto durante 37 años encaramado a una columna y cubierto solo con sus largos cabellos. Estos ermitaños interiorizaban el desierto como estado anímico, rechazando el modelo de vida comunitaria. Resultaban excéntricos por su ascetismo, su frugalidad, su celibato, su descuidado aspecto, desnudos o cubiertos con pieles o con sus propios cabellos y sus pobladas y luengas barbas, su completa soledad solo rota por algún fiel animal. 
Pero también había mujeres entre estos personajes que trocaban la vida animada social por el silencioso desierto. La diaconisa Marthana, amiga de Egeria y cuyo encuentro en ruta relata el libro, regentaba un “monasterio” de apotactitas o vírgenes, mujeres separadas del mundo en una posición intermedia entre el clero y los fieles.
Los martyria, lugares donde estaban enterrados los restos de algún santo o mártir, contaban con una iglesia o pequeño templo, varios sepulcros y numerosos eremitorios.
Pero frente a aquella concepción aislada del eremita o anacoreta, a comienzos del siglo IV se puso en marcha en Egipto una propuesta alternativa, llamada a tener una más larga vigencia histórica. Cuando había varios monasteria en un mismo lugar, formaban una laura y contaban con una iglesia común, a la que los ermitaños asistían semanalmente o en fiestas litúrgicas. Los caenobium o cenobios (palabra que hace referencia a esa vida monacal en común) constituían viviendas para unos 20 monjes. Más tarde recibirían el nombre de monasterios. San Pacomio se considera el fundador de este nuevo movimiento, que representaba frente al anterior la ventaja de la oración y trabajo comunes. Gracias a las donaciones de los emperadores bizantinos y los patriarcas alejandrinos en los siglos V y VI, se convirtieron en grandes centros de peregrinación, dotados de iglesias, baptisterios, baños y hospederías.
Ambas formas de organización fueron la réplica cristiana contra la hybris de la civilización antigua, un sistema de vida de raíz netamente religiosa y que provocaría una radical revolución en la Europa medieval.
Los nuevos eremitas


Todo vuelve. La historia de la humanidad se mueve en espiral, como describió el filósofo GiambattistaVico. Cada vuelta incorpora los pasos anteriores, el camino ya andado. Por ello no debería extrañarnos que, en una época en que la religión organizada está en retroceso, sin embargo crezca el número de personas que se retiran en solitario de la vida mundana, como durante el primer movimiento eremítico, aunque ahora no siempre sea por razones de índole religiosa. 



Alec Soth, nacido en 1969 en Minneapolis (Minnesota), trabajando mano a mano con el escritor Lester B. Morrison, realizó una investigación durante cuatro años, entre 2006 y 2010, para documentar ciertas formas de vida alternativas a la civilización urbana: monjes, ermitaños, fugitivos, personas en busca de la vida en la naturaleza en condiciones extremas… Su estudio se centró en las personas y en los lugares de Norteamérica donde estas gentes se retiran para escapar de un modelo de vida gregario, consumista y contaminado que no aceptan. Broken Manual, donde se contienen estas interesantes fotos, se publicó en 2010.


 Alec Soth es miembro de la agencia Magnum Photos. Sigue la estela de otros grandes fotógrafos americanos de carretera, como Walker Evans, Robert Frank, Williams Eggleston, y su propio mentor, Joel Sternfeld. Geográficamente, la América eremítica está concentrada en las cuevas y montañas de los Apalaches, y se extiende en todas direcciones atravesando las praderas hacia los bosques del norte. Se trata de una tradición que se remonta, al menos, al siglo XVIII, basada en una filosofía peculiarmente americana: un individualismo casi nihilista. Walden o la vida en los bosques (1854) de Henry David Thoreau (1817-1862) nos puede servir de guía para entender su forma de vida:
“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente; enfrentar sólo los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quizá vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido”.


Thoreau hizo el experimento de vivir en una cabaña construida por él mismo. Pretendía demostrar que la vida en la naturaleza es la verdadera y única posible para el hombre libre,  que la naturaleza es maestra de conducta y debemos aprender sus reglas y disfrutar de sus recursos huyendo de los excesos de las sociedades industriales. En contra de los disidentes religiosos que se instalaron en el Nuevo Mundo, los nuevos eremitas reflejados por Alec Soth no están interesados en crear una sociedad mejor que sustituya a la presente ni quieren hacer proselitismo de su estilo de vida. Por eso nos resultan prácticamente invisibles.


La denominación de “Manual” está más justificada de lo que parecería a primera vista. El libro contiene consejos acerca de cómo desaparecer en un lugar tan controlado como Norteamérica, y sobrevivir forrajeando, cazando y aprendiendo a diferenciar los animales peligrosos de los que no lo son. Parte del nuevo aspecto de los ex-urbanitas consiste obligatoriamente en dejarse crecer barba. Ello me hace preguntarme, vista su proliferación actual, hasta el punto de que casi se ha convertido en un look obligatorio para los jóvenes, si los portadores de las barbas más montaraces pretenden imitar de algún modo a esos ermitaños contemporáneos pero sin abandonar los límites de la sociedad. 



Otro aspecto importante que recomienda el Manual es mantenerse alejados del género femenino, como hacían sus antecesores monacales. Sin embargo, como diferencia respecto a aquellos monjes y anacoretas del desierto egipcio, los nuevos eremitas no tienen ya una preocupación religiosa que pueda adscribirse a un credo definido. Quizá solo una espiritualidad difusa inspirada en la sabia naturaleza.
Fuentes consultadas:
-                       Mikarowski, Jacob: Hermit America: The Photography of Alec Soth, abril de 2012.Web. 3 de agosto del 2015
-                     El viaje de Egeria. Editorial Laertes, 1994. Edición de Carlos Pascual Gil
-                     Egeria, la primera peregrina de la historia. Faro de Vigo. 9-5-2014. Web. 3-8-2015
-                     Egeria, la dama peregrina. Carlos Pascual Gil. 2005. Web. 3-8-2015
-                     El mito del salvaje. Roger Bartra. Fondo de Cultura Económica, 2011.
-                     entradas en Wikipedia: Egeria; Walden. Web. 3 de agosto del 2015


Comentarios

  1. Se me ocurre que la dama debía de llamarse Etheria, si bien Egeria podía ser una distorsión de pronunciación que se quedó por costumbre (como lo de "Marinero de Tarpeya / a Roma cómo se ardía", que pierde su sentido; o nuestra Torre Veixa, que se transformó en Torrevieja).

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  2. Gracias por la precisión filológica. Por cierto que solo hace unos días me enteré de que la infausta roca Tarpeya, en la colina Capitolina de Roma, desde donde se arrojaba a los condenados por asesinato y traición, debe su nombre a la vestal Tarpeya, que traicionó a los romanos en su lucha con los sabinos, después del mítico rapto de sus mujeres. Muy típico de los romanos asignar los valores más negativos a personajes o aspectos femeninos.

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  3. "El secularizado hombre de nuestra época parece haber abandonado los reveladores desiertos, como no sea para edificar en medio de ellos opacas urbes, y ha transformado los antiguos templos que cobijaban lo sagrado en profanas galerías de arte, pero no ha dejado de estar imantado por la luz, la energía, de la que lo que llamamos materia no es sino su excrecencia, de proporciones ridículas". Fco. Calvo Serraller. " Refugio". Babelia, 14 ag., 2015.

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  4. Jose Ignacio González Lorenzo me ha enviado este comentario tan oportuno:
    Ya he leido tu Egeria, muy bueno como siempre. Por cierto que de eremus viene yermo en castellano, y ermua en vasco, palabra latina por lo tanto.

    El artículo me trae al recuerdo un bellísimo libro de viajes de William Dalrymple: Desde el monte santo. Viaje a la sombra de Bizancio, de RBA Libros, aunque difícil de conseguir. El autor repite el camino de un monje bizantino por los monasterios del Imperio Bizantino y que le lleva por la península de Anatolia, Siria, Líbano, Israel y Egipto. Los monasterios visitados (hace unos 30 años) estaban entonces ocupados por muy pocos religiosos asediados por las guerras modernas, el aislamiento y el olvido. En algunos, solo uno o dos moradores de edades venerables. Es un auténtico viaje en el tiempo, pues se conservaban tal como en la antigüedad sin solución de continuidad. Si a alguien le interesan estos viajes iniciáticos, este libro es una auténtica joya.

    P.D.: La edición original inglesa es, como no podía ser menos, mucho más fácil de conseguir: From the holy mountain (Harpercollins Pub.).

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  5. Además del periplo de Egeria, me llama la atención as referencias a la vida de eremitas en los tiempos actuales,de aquellos que "huyen del mundanal ruido", buscando vivir más de acuerdo con la naturaleza; también están los que buscan el silencio creador, como Wittgenstein,que se refugiaba en una cabaña de Noruega para gestar lo que luego sería el Tractatus, y donde invitaba para discutir sus dudas a personas como G.E. Moore.
    Respecto a las barbas de los "modernos", no podemos olvidar que actualmente la publicidad y la búsqueda de cuota de mercado nos impulsan: potenciar las barbas es un mensaje lanzado para hacer creer que se vuelve a lo natural, a un modo de vida más ecológico y alejado de las constricciones urbanas y de mercado. Por supuesto que siempre es una opción personal, pero la sociedad de la imagen en la que vivimos marca profundamente nuestros estereotipos de belleza .

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